lunes, 28 de noviembre de 2011

LUCHA CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO: EL 80% DE LOS JÓVENES CREEN QUE LAS CHICAS DEBEN COMPLACER A SUS NOVIOS

El ochenta por ciento de las personas jóvenes cree que en una relación de pareja las chicas deben complacer al chico, según se desprende de un estudio sociológico realizado por la Federación de Mujeres Progresistas.

El estudio, que se ha presentado con motivo de la celebración del Día Internacional contra la Violencia de Género, concluye que los adolescentes (chicos y chicas) siguen estableciendo diferencias entre ambos sexos y adscriben a cada uno de ellos cualidades exclusivas.

Así, piensan que las chicas son por naturaleza más tiernas o comprensivas y que los chicos son valientes y "agresivos", un dato que esta organización de mujeres ve preocupante.

Ellas, peluqueras; ellos camioneros

 

Trasladando esas cualidades al plano profesional, el estudio señala que la percepción de los jóvenes es que las mujeres son más adecuadas para profesiones "feminizadas", como la educación infantil, la enfermería o la peluquería, mientras que ellos son más capaces para la conducción o la arquitectura.

Incluso ven mal que una mujer opte por ser camionera o que un hombre se dedique a la peluquería.
El objetivo del informe que ha presentado la presidenta de la Federación, Yolanda Besteiro, es dar a conocer la conexión existente entre las desigualdades en las relaciones de pareja de jóvenes y los posibles episodios de maltrato que pueden producirse.

El informe "¿Igualmente? Alumnado y género, actitudes y comportamientos" se ha realizado a partir de los datos de un total de 1.396 cuestionarios realizados entre 2009 y 2010 en institutos de secundaria de las provincias de Madrid y Burgos, aunque sus promotores consideran que el resultado de la muestra es extrapolable a toda España.

Entre los resultados destaca que el 80 por ciento de las personas entrevistadas cree que la chica debe complacer a su novio, el 40 por ciento piensa que el chico tiene la obligación de protegerla a ella y el 60 por ciento está de acuerdo en que los celos son normales en una relación.

Afirmaciones como éstas, u otras como la de controlar el móvil de la pareja o que el amor de un hombre es condición necesaria para que una mujer se sienta realizada, son, según la Federación de Mujeres Progresistas, indicios suficientes para que alertar de actitudes tempranas de posibles situaciones de maltrato.

"Las opiniones de los más jóvenes sobre sus relaciones afectivas denotan situaciones de control por parte de ellos y de sumisión por parte de ellas, lo que puede suponer el preludio y el inicio de episodios considerados como violencia de género", ha señalado en rueda de prensa Besteiro.

La responsable del programa de prevención de la violencia machista en jóvenes inmigrantes de la Federación de Mujeres Progresistas, Eva López, quien también ha intervenido en el acto ha alertado del "amor romántico", es decir, la idea que tienen las adolescentes del amor y que coincide con la que se proyectan en los cuentos.

En concreto, ha especificado Besteiro, la del "príncipe" que mantiene a la mujer y que la vida de ésta gira exclusivamente en torno a hacer feliz a ese hombre.



Publicado en Diario ABC
25-11-2011, Día Internacional contra la Violencia de Género

jueves, 24 de noviembre de 2011

LA POLICÍA LANZA UNA CAMPAÑA EN LAS REDES SOCIALES PARA PEDIR A LAS VÍCTIMAS DE LA VIOLENCIA DOMÉSTICA QUE DENUNCIEN



La Policía Nacional lanza este jueves una campaña en las redes sociales en la que pide a las mujeres víctimas de cualquier tipo de maltrato, físico o psicológico, que denuncien a sus agresores llamando al 091. «Denúncialo» es el lema de esta acción de comunicación puesta en marcha con motivo del Día Internacional contra la Violencia de Género que se conmemora mañana, 25 de noviembre. Una campaña en la que se reitera la necesidad de denunciar a la Policía las amenazas, abusos, acosos, insultos, lesiones, coacciones, vejaciones o cualquier acto que pueda constituir un menoscabo psíquico o físico. 

El canal de la Policía Nacional en Youtube muestra desde este jueves el vídeo de esta campaña en el que varios agentes ponen rostro a los miles de policías que están trabajando para garantizar la seguridad de las víctimas de la violencia de género. «Ante la violencia no lo dudes: denuncia. Nosotros podemos ayudarte» es el mensaje final de este vídeo.

Con esta campaña, puesta en marcha a través de Twitter, Facebook y Youtube, la Policía Nacional pretende que las víctimas sepan que los agentes van a estar siempre a su disposición para prevenir y erradicar estas conductas de desigualdad, discriminación y subordinación, para detener a los agresores y para protegerlas ante cualquier maltrato.



Publicado en Diario ABC
24-11-2011

miércoles, 23 de noviembre de 2011

CONSECUENCIAS DEL MALTRATO: LAS NIÑAS QUE HAN SIDO ABUSADAS ESTÁN EN MAYOR RIESGO DE ENFERMEDAD CARDÍACA EN LA EDAD ADULTA

Los médicos deben preguntar sobre los antecedentes de abuso sexual y físico, señalan investigadores

Las niñas que son gravemente abusadas física y sexualmente podrían estar en mayor riesgo de enfermedad cardiaca, ataque cardiaco y accidente cerebrovascular en la adultez, según un estudio reciente.

 Los investigadores examinaron la relación entre el abuso y la enfermedad cardiaca en 67,100 mujeres. El once por ciento de las mujeres reportaron actividad sexual forzada en la niñez o la adolescencia, y nueve por ciento reportaron abuso físico severo.

Las mujeres que fueron violadas repetidas veces en la niñez o la adolescencia tenían un riesgo de enfermedad cardiaca 62 por ciento más alto. Las mujeres que sufrieron abuso físico severo en la niñez o adolescencia tenían un aumento de 45 por ciento en el riesgo de enfermedad cardiaca.

"El factor único más grande que explica la relación entre el abuso infantil severo y la enfermedad cardiovascular en la adultez fue la tendencia de las niñas abusadas a haber aumentado más peso en la adolescencia y adultez", anotó en un comunicado de prensa de la American Heart Association la autora líder del estudio Janet Rich-Edwards, profesora asociada del departamento de medicina del Hospital Brigham and Women's, en Boston.

La investigación fue presentada el domingo en la reunión anual de la American Heart Association en Orlando.

Pero los factores de riesgo conocidos de la enfermedad cardiaca, como la obesidad, el tabaquismo, la diabetes y la hipertensión dieron cuenta de apenas el 40 por ciento de la asociación entre el abuso sufrido por las mujeres y la enfermedad cardiaca. Como resultado, los investigadores afirmaron que otros factores, como un mayor estrés entre las personas con antecedentes de abuso, podrían tener mucho que ver.

"Las mujeres que experimentan abuso deben cuidar su bienestar físico y emocional de forma especial para reducir el riesgo de enfermedad crónica", anotó Richard-Edwards. "Los profesionales de atención primaria deben tomar en cuenta los antecedentes de abuso infantil en las mujeres a medida que llegan a la adultez", añadió.

Para ayudar a prevenir la enfermedad cardiovascular entre las mujeres con antecedentes de abuso "debemos aprender más sobre intervenciones psicológicas, de estilo de vida y médicas específicas para mejorar la salud de las supervivientes de abuso", enfatizó.

Las investigaciones presentadas en reuniones se deben considerar preliminares hasta que se publican en una revista médica revisada por profesionales.



Mary Elizabeth Dallas
American Heart Association, news release, Nov. 13, 2011

martes, 22 de noviembre de 2011

DEBEMOS INTENTAR PREVENIR LA VIOLENCIA DOMÉSTICA

Una estrategia clave para prevenir la violencia de pareja es el fomento de las relaciones de parejas respetuosas y que no sean violentas, a través de cambios a nivel personal, comunitario y social.


La violencia de pareja como un problema de salud pública


La violencia de pareja incluye la agresión física, la agresión sexual, las amenazas de agresión física o sexual y el abuso emocional por parte de un cónyuge o pareja actual o previos. La violencia de pareja abarca una gama de situaciones que incluyen desde un solo episodio hasta maltratos continuos y constantes.

Datos sobre la violencia de pareja:
  • En el 2007, 2349 personas murieron en los Estados Unidos a manos de una pareja.
  • La Encuesta Nacional de Violencia Contra las Mujeres encontró que el 22.1% de las mujeres y el 7.4% de los hombres habían sufrido violencia física por parte de su pareja en algún momento de su vida.
  • En la misma encuesta, se indicó que el 7.7% de las mujeres o una cifra estimada de 201,394 reportaron haber sido violadas por una pareja íntima en algún momento de su vida.
  • Las víctimas de violencia de pareja extrema pierden anualmente casi 8 millones de días de trabajo remunerado, lo que equivale a más de 32,000 trabajos de tiempo completo y casi 5.6 millones de días de productividad en el hogar.
  • Los costos de la atención médica, de los servicios de salud mental y la pérdida de productividad (p. ej., tiempo sin trabajar) de la violencia de pareja contra las mujeres se estimaron en $5,800 millones en 1995. Esto equivale a 8,300 millones si se actualiza la cifra al valor del dólar en el 2003.

Prevención

 

Todos los tipos de violencia de pareja se pueden prevenir. La clave para la prevención es enfocarse en la primera vez que alguien maltrata a su pareja (llamada primera perpetración de violencia). No se cuenta con suficiente información sobre los factores que previenen la violencia de pareja.



CDC (Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades)

sábado, 19 de noviembre de 2011

QUE NADIE CONTROLE TU VIDA. SÉ UNA PERSONA DUEÑA DE TI MISMA

Qué es ser dueño de uno mismo


Ser dueño de uno mismo es una tarea difícil de lograr que requiere tiempo y esfuerzo, quien lo logra, quien consigue vencerse a sí mismo, consigue un gran triunfo personal. Sin embargo, este esfuerzo nunca se puede dar por completado, es una batalla diaria, constante, una batalla contra todo aquello que podamos mejorar o contra todo lo que nos impida lograr los objetivos fijados.

Cuando una persona es dueña de sí misma, es capaz de vencer la tentación y actuar según su conciencia. Ser dueño de uno mismo supone renunciar en momentos determinados a cosas que sabemos que no deseamos realizar, a pesar de que nos apetezcan y, a pesar, de que lo fácil y cómodo sea dejarse llevar por esas apetencias.



Cómo ser dueño de uno mismo


Es fundamental saber cómo somos, conocer lo qué deseamos, aquello que nos gusta y lo que rechazamos, cuáles son nuestros defectos, nuestras virtudes y, de esta forma, poder ir actuando sobre aquello que deseamos mejorar o cambiar en nosotros.

La razón, el esfuerzo y la voluntad son los pilares sobre los que sostiene el dominio de uno mismo. Debemos orientar nuestros pensamientos y nuestros actos hacia nuestros objetivos y hacia qué clase de persona queremos ser.

Tenemos que saber mantener la tranquilidad ante la adversidad y las dificultades, saber que en el día a día nos vamos a encontrar problemas que tendremos que solucionar y que para ello, será necesario mantener la calma y el control de uno mismo.



¿Qué nos hace esclavos?


Cuando una persona se deja esclavizar por los deseos más inmediatos, el alcohol, la droga, tabaco, sexo... pierde el control de sí mismo y son sus pasiones más bajas o el instinto lo que se apodera de sus actos.

Las personas han de controlar sus impulsos instintivos a través de la razón, para que de esta forma sea capaz de cambiar, evitar o reprimir la conducta instintiva.

Es similar a la conducta de un niño pequeño, el niño actuará siempre según sus apetencias, aquí y ahora, sin valorar las consecuencias. Sin embargo, un adulto se detendrá a pensar si es el momento oportuno y si debe o no realizar determinada acción.

Esta forma de actuar del adulto es fruto de un proceso de aprendizaje en el que se aprende a dominar los impulsos instintivos. Cuando una persona consigue dominar estos instintos podemos decir que es dueña de sí misma, no son sus apetencias ni sus pasiones lo que guía su vida, sino lo que realmente desea hacer o como realmente desea actuar, sus actos son conscientes y voluntarios.



 Consecuencias de no ser dueño de uno mismo


Las personas que no son dueñas de sí mismas se convierten en esclavos de los demás, de los deseos de los otros, de la manipulación que ejercen sobre ellos y de sus propios instintos e impulsos.

Suelen ser personas con baja autoestima y poco respeto por sí mismas, ya que con frecuencia tienen actitudes o realizan actos que no desean, pero la falta de voluntad o de control de sí mismos, les impide actuar como realmente desean. Son personas inseguras, incapaces de confiar en ellas y en sus capacidades, piensan que no podrán conseguir lo que se proponen, por lo que no se plantean grandes objetivos, normalmente las decisiones las dejan en manos de otros, quienes deciden por ellos.

No ser dueño de uno mismo puede traer consecuencias muy negativas y en algunos casos irreversibles, caer en la droga, alcohol... puede destruir totalmente a una persona y a su entorno más cercano. Cuántas veces estas personas se habrán preguntado por el por qué de sus actos sin encontrar una respuesta y sin poder evitar llevarlos a cabo de manera reiterada, son incapaces de controlarlos a pesar de no desear realizarlos.



Dª. Trinidad Aparicio Pérez




Psicóloga. Especialista en infancia y adolescencia.
Granada.





 


 


 

viernes, 18 de noviembre de 2011

CONSECUENCIAS DEL MALTRATO: IMPACTO PSICOLÓGICO DEL MALTRATO EN LA PRIMERA INFANCIA Y LA EDAD ESCOLAR

Las situaciones de maltrato infantil revelan una gravísima disfunción en la matriz relacional de la familia en la que se produce el normal desenvolvimiento del cumplimiento de tareas evolutivas del niño. En consecuencia, el maltrato infantil amenaza y afecta el desarrollo de la competencia del niño (socio-cognitiva, emocional, comportamental). El propósito de este estudio de revisión es ofrecer desde un enfoque evolutivo y relacional las facetas en las que se manifiesta el impacto psicológico del maltrato en primera infancia y en edad escolar. Integrando áreas de investigación diversas, se presentan aproximaciones teóricas que dan cuenta de procesos o mecanismos por los que las pautas relacionales abusivas de los padres afectan psicológicamente al niño. Finalmente, la hipótesis de la continuidad social de Wahler se presenta como una contribución aplicable al impacto de las relaciones coercitivas y asincrónicas sobre el funcionamiento cognitivo y comportamental del niño. Las vías de investigación y las implicaciones prácticas son asimismo presentadas.

En la investigación sobre el maltrato infantil de los últimos años, se observa un creciente interés por el estudio de las consecuencias del maltrato en la víctima. Esta faceta de la temática está reclamando una merecida atención desde una orientación eminentemente práctica. Y es que, si bien la detección eficaz de los casos y el cese del abuso en éstos constituye un objetivo prioritario, no lo es menos poner remedio a los efectos y daños producidos en el niño y reparar así, en lo posible, las consecuencias de tales sucesos en el desarrollo y bienestar psicológico del menor.

Desde una perspectiva evolutiva, el niño se enfrenta a una serie de tareas, apropiadas al estadio y la edad, que debe llevar a cabo de forma competente lo que permite su continua adaptación (Sroute y Rutter,1984). Estas tareas o metas evolutivas no las realiza por sí sólo sino que son posibles en el seno de una matriz relacional o «matriz interpersonal» (Werner,1948) en la que la madre, o la figura que actúa como tal, juega un papel fundamental especialmente en los primeros años de vida. La maternidad ejercida de forma competente, esto es, con sensibilidad a las necesidades y capacidades del niño, facilita a éste la consecución de sus metas (Cerezo,1993).

Las situaciones de maltrato lo que revelan es una gravísima disfunción relacional que por lo tanto afectará al normal desenvolvimiento del cumplimiento de tareas evolutivas del niño; en este sentido Cicchetti (1989) afirmaba que «el maltrato debe considerarse una ‘psicopatología relacional’ en tanto que es el resultado de una disfunción en el sistema transaccional paterno-filio-ambiental» (op. cit. p.389). En definitiva, este fracaso en la consecución de las metas evolutivas del niño sería, en sentido amplio, el impacto del maltrato y es lo que se viene a significar cuando en las definiciones de maltrato se señala que éste «amenaza el desarrollo de la competencia del niño» (Burgess y Richardson,1984, p.240) o «el desarrollo físico, psicológico y emocional considerado como normal para el niño» (Martinez-Roig y de Paúl, 1993, p.23).

Ahora bien, el impacto de los negativos efectos del maltrato y el curso que éstos sigan en el niño, no es en modo alguno lineal. Las consecuencias del maltrato representan un fenómeno cuya complejidad queda ilustrada cuando se observa que unas víctimas generan unos problemas y no otros, que éstos problemas pueden agravarse o bien remitir con el tiempo, que se manifiesten tardíamente o, incluso, que haya víctimas asintomáticas y ajustadas.

Al igual que los recientes modelos etiológicos del abuso incluyen factores potenciadores y factores protectores, que hacen más o menos probable el desarrollo deconductas parentales abusivas (Belsky y Vondra,1987; Cicchetti y Rizley, 1981; Wolfe,1987;1991), también el impacto del abuso, al ser un fenómeno relacional y contextualizado, puede verse potenciado o amortiguado, según múltiples variables: no sólo las más obvias, relacionadas con el tipo, duración o intensidad del maltrato, sino también con las características de la víctima, los recursos y apoyos que tenga, y las propias vicisitudes de su evolución vital. Recientemente, Belsky (1993) ha señalado que parece no existir ni siquiera causas necesarias o suficientes que lleven al abuso, lo que obliga a reconocer que «existen muchas rutas (pathways) diversas» y consecuentemente no hay una única solución al problema del maltrato (p.413). Quizá, cuando la investigación avance mas sobre el tema específico del impacto del abuso, pueda hacerse la misma consideración: dada la existencia de maltrato, el impacto y las consecuencias psicológicas en la víctima sigue rutas muy diversas frente a las que hay que idear soluciones también plurales.

El propósito de nuestro trabajo es doble: por una parte se presentan algunos de los hallazgos más relevantes sobre el impacto del maltrato en la víctima, desde una perspectiva de las tareas evolutivas que el niño ha de realizar en su primera infancia y posteriormente en su edad escolar; por otra parte, se ofrecen algunas conclusiones que puedan ser útiles para los profesionales junto a vías de investigación que sugieran nuevas hipótesis.


LA EXPERIENCIA DE ABUSO FÍSICO, EMOCIONAL Y/O ABANDONO EN LA PRIMERA INFANCIA

La primera infancia en un sentido amplio comprende los primeros cinco años de vida. Se trata de una etapa donde el maltrato y sus consecuencias revisten una especial gravedad debido principalmente a la fragilidad y vulnerabilidad del niño. De hecho, entre los menores de 2 años es donde se registra el mayor número de casos con resultado de muerte y la mitad de los casos con daños permanentes (Newberger, 1982). En estos primeros años, el niño sufre cambios acelerados en tamaño (crecimiento) y función (desarrollo), dos facetas de una misma realidad que manifiesta el impacto del maltrato. En efecto, por lo que a consecuencias se refiere, en esta etapa es donde de un modo más nítido puede observarse, parafraseando la frase bíblica, que «no sólo de pan vive el niño»; ya que la necesidad de protección y amorosos cuidados iguala a la necesidad de alimento hasta tal punto que, si no hay un trato afectivo emocionalmente rico, el niño lo acusa en su propio crecimiento físico (Cerezo, 1993).

Desde el punto de vista físico, el hematoma subdural y las lesiones cerebrales se encuentran entre los efectos más graves, a veces fatales, que puede causar el abuso físico de un bebé. El sub-desarrollo del niño sin causa orgánica, es otra manifestación del impacto del maltrato, no sólo los niños están por debajo del percentil 3 en peso y estatura sino que su desarrollo no sigue las pautas esperables; por ejemplo, el crecimiento de los huesos largos típico del segundo año de vida no se produce de igual forma y los niños tienen una apariencia muy característica (Martinez-Roig, 1991). Además, cuando los niños pasan a lugares donde les cuidan y atienden, se producen visibles crecimientos de recuperación; estos niños progresan incluso en el hospital, hecho que no se produce con los otros niños.

Por último, en bebés y niños en edad de caminar que sufren de abuso emocional o abandono se ha observado un fenómeno vascular de manos y pies fríos, con la piel moteada de manchas moradas y rosáceas. Feehan (1992) atribuye este fenómeno al miedo que provoca en el bebé la impredictibilidad de la respuesta de la madre y su no disponibilidad emocional, lo que da lugar a una sobre-actividad del sistema nervioso simpático y a estos efectos en las extremidades.

Desde la perspectiva de consecuencias de carácter psicológico, en esta etapa se pueden distinguir tres áreas principales que, a grandes rasgos, se suceden cronológicamente en sus momentos culminantes: el desarrollo socio-emocional que se manifiesta en el apego, los procesos de diferenciación y la conducta social con iguales.

El apego

La observación de la interacción madre-hijo, muestra que las madres abusivas manifiestan en mayor medida comportamientos aversivos, controladores y de interferencia con sus niños que las madres no abusivas en un amplio rango de edades, no sólo en bebés. (Burguess y Conger, 1978; Cerezo,1992; Crittenden, 1981: Mash, Johnson y Kovick,1983). El impacto de este tipo de interacción y trato del niño puede afectar al desarrollo del apego: una de las tareas evolutivas más importantes del primer año de vida. El bebé mediante llantos, o quejas, provocados por distintas causas (dolor, malestar, hambre, ruidos súbitos, objetos extraños, quedarse solo...) reclama la proximidad de la figura de apego. El resultado «predecible» de la conducta de apego del bebé es lograr la proximidad de quien le cuida (Bowlby, 1969) lo que le proporciona confort y seguridad. El abuso físico y/o emocional del bebé no colabora, precisamente, en proporcionarle esa predictibilidad. Y de acuerdo con la teoría del apego, el niño desarrollará un apego inseguro (Crittenden y Ainsworth,1989, Crittenden, 1992) que puede ser evaluado según el test de «la Situación ante el Extraño» desarrollado por Ainsworth, Blehar, Waters, y Wall (1978).

En los últimos años, se viene discutiendo en el área especializada de la metodología de evaluación del apego una cuarta categoría denominada «D», por algunos autores, en la que se clasificarían el mayor porcentaje de niños maltratados (Crittenden,1981; Lyons-Ruth, et al. 1987; Main y Solomon, 1986). Los niños clasificados como patrón D, en el test de Ainsworth reaccionan en sus reencuentros con la madre, de una forma desorganizada sin una estrategia clara para tratar con la figura de apego en situación de estrés.

Uno de los estudios más ilustrativos sobre el impacto del maltrato infantil en términos de apego proviene del proyecto de Harvard, liderado por Cicchetti. Se trata de una investigación longitudinal para valorar las consecuencias evolutivas del abuso y el abandono. Carlson et al. (1989) compararon dos grupos de madres: 22 maltratadoras y 21 no maltratadoras y clasificaron los niños de 12 meses en su conducta de apego, uniendo a las tres categorías clásicas de Ainsworth (A: ansioso-huidizo, B: seguro y C: ansioso-resistente) la categoría D: desorganizado o desorientado. El tipo de maltrato sufrido por estos niños fue abandono y abuso emocional. Todas las familias se caracterizaron por pertenecer a un status socio-económico relativamente bajo. Los resultados mostraron que en el grupo de maltrato el 82% de los niños se clasificaron en el grupo D, frente al 19% del grupo de comparación, mientras que en la categoría de apego seguro se incluyó un 13% de los maltratados y un 53% del grupo de comparación. Las diferencias entre la proporción de apego seguro vs. inseguro en los dos grupos fue significativa.

La revisión de Youngblade y Belsky (1990) de un conjunto de 11 trabajos que incluye 941 sujetos, sobre la conducta de apego de niños maltratados muestra la convergencia de resultados: los niños procedentes de grupos de maltrato se clasificaron en apego inseguro en una medida significativamente superior que niños que no padecían maltrato, equiparados en cuanto a edad y características socioeconómicas. La concordancia, es tanto más interesante cuanto incluye trabajos transversales y longitudinales, edades desde 12 a 24 meses, y aplicaciones standard y modificadas de los métodos de Ainsworth. Las concordancias también se mantienen cuando se separan por edades y por tipos de maltrato y se incluye la cuarta categoría (A-C ó D).

Así pues, los niños pequeños que crecen en ambientes de crianza inconsistentes y con un trato insensible o desintonizado con las necesidades del niño, por hiperestimulación o por infraestimulación, fracasan con más frecuencia en realizar una de las tareas evolutivas más importantes, cual es el desarrollo de un apego seguro. El miedo que estos niños sienten puede activar conflictos entre su tendencia a buscar proximidad con la madre y su tendencia a evitarla o rehuirla por previas experiencias de rechazo que la convierten en poco predecible.

Los procesos de diferenciación y el self

Entre los dieciocho meses y los tres años, el niño tiene que cumplir otra importante tarea evolutiva: el desarrollo del self autónomo. Se trata del proceso que va asentándose de diferenciación de sí mismo, como distinto de los otros, y de los sentimientos hacía sí mismo.

Se considera que el establecimiento de un apego seguro favorece estos procesos en la medida que, por así decir, libera atención en el niño para poder explorar otros ambientes que de otro modo seguían siendo «secundarios» a su interés por controlar su fuente de seguridad primaria (Lewis, Brooks-Gunn y Jaskir, 1985).

El estudio de las facetas cognitiva y emocional del self ha utilizado como indicadores más frecuentes, el auto-reconocimiento visual del niño ante el espejo y la cualidad de las reacciones afectivas ante su imagen. Algunos hallazgos apuntan en la dirección de que los niños maltratados ven afectada la dimensión emocional respecto a su «sí mismo», manifestando ante su imagen, con mayor frecuencia que los otros niños, reacciones neutras o, incluso, negativas (p.e.:Lewis, Sullivan, Stanger y Weiss, 1989). Los hallazgos del estudio longitudinal de Schneider-Rosen y Cicchetti (1991) con 250 niños a sus 18, 24 y 30 meses, que incluyó dos grupos control de bajo y medio nivel socioeconómico, señalaron que la experiencia de maltrato y la pertenencia al grupo de clase baja impactaron el desarrollo emocional de los niños; estos niños manifestaban reacciones neutras o negativas a su imagen, mientras que los de comparación reaccionaban con afecto positivo. Al no contar el trabajo con otro grupo de maltrato que perteneciera a un status socioeconómico medio, no pudo establecerse la contribución diferencial de los dos factores a la dimensión emocional del self, extremo que queda por investigar. Por otra parte, el auto-reconocimiento visual, la dimensión más cognitiva, a diferencia de las reacciones emocionales, parece depender más de la maduración biológica y no se ve afectada por factores tales como el maltrato o la clase social (Schneider-Rosen y Cicchetti, 1984).

El «Proyecto de interacción madre-hijo de Minnesota», dirigido por Egeland, es un amplio programa de investigación longitudinal sobre maltrato uno de cuyos estudios aporta interesantes resultados en relación al desarrollo de la autodiferenciación. A la edad de dos años, se identificó un grupo de noventa y seis niños sufriendo algún tipo de maltrato (físico, verbal, abandono, rechazo psicológico o inaccesibilidad psicológica de la madre). Este grupo procedía de un total de 267 mujeres primíparas de alto riesgo, que fueron evaluadas periódicamente desde su tercer trimestre de embarazo. Los niños maltratados se compararon con niños del mismo grupo original de alto riesgo en una serie de variables relativas a su incipiente autonomía, tales como el ocuparse en tareas de modo independiente y la utilización de recursos para enfrentarse a la frustración. Se les plantearon cuatro problemas, los dos primeros eran muy simples, pero los dos segundos eran muy difíciles y el niño requería la ayuda de la madre. A las madres se les dijo que dejaran al niño trabajar solo y después le prestaran la ayuda que creyeran necesaria. Se calificaron mediante observación las dimensiones de entusiasmo, dependencia, desobediencia, enfado, frustración hacia la madre, persistencia y afrontamiento. Los resultados indicaron que todos los niños maltratados mostraron significativamente menos entusiasmo que los control, más conducta desobediente, más enfado y frustración. La conducta de afrontamiento con el estrés de la tarea fue significativamente peor en los niños del grupo de abandono y del grupo cuyas madres manifestaban una clara inaccesibilidad para sus niños. Estos últimos, destacaron por su falta de afecto positivo y mostraron efectos más perniciosos en sus índices de desarrollo (Erickson, Egeland y Pianta, 1989).

Otra faceta importante relacionada con los procesos de diferenciación es el funcionamiento comunicativo de los niños. Algunos estudios, han hallado demoras en el desarrollo sintáctico, y en el uso del vocabulario y la función comunicativa del lenguaje entre niños maltratados, en su tercer año de vida, cuando se les compara con niños de su edad (p.e. Coster et al. 1989). Ahora bien, aun constatándose tales diferencias, éstas no parecen específicas del maltrato per se, ya que factores como las propias características del lenguaje de la madre y el status socioeconómico, se presentan de forma conjunta y es difícil dilucidar el papel diferencial de cada uno de ellos en el resultado. Es un área que, requiere mucha más investigación.

Así pues, resumiendo, la investigación sugiere que el maltrato afecta al desarrollo de la autodiferenciación y los procesos del self en sus dimensiones emocionales, mientras que la dimensión más cognitiva de auto-reconocimiento no parece verse afectada; los aspectos de desarrollo de lenguaje, especialmente la función comunicativa parece sufrir cierta demora, si bien quedan por dilucidarse el papel diferencial del maltrato de otros factores como el lenguaje de la madre. El niño maltratado presenta problemas a la hora de lograr la consecución de estas tareas evolutivas sobresalientes en su segundo y tercer año de vida.

El comportamiento social con iguales

Las relaciones entre niños, o lo que se ha denominado el «comportamiento con iguales», y el establecimiento de relaciones sociales que desarrolla, representa una meta evolutiva que comienza a cobrar gran importancia en la edad preescolar. Sin embargo como todas las tareas evolutivas hasta aquí señaladas, no surgen ex novo ya que se pueden rastrear sus expresiones antecedentes. En este sentido, una de las características más propias de la relación entre niños es su carácter de igualitaria, de recíproca, y este es un aspecto principal del desarrollo social que adopta distintas manifestaciones según el momento evolutivo.

Hacia la mitad del segundo año de vida y durante el tercero, los niños comparten, no sólo el lugar y la actividad, de forma paralela, sino un cierto significado aunque relacionado con objetos y posesiones. En la edad preescolar, este significado compartido se refiere progresivamente a actividades y personas en los que basan su interacción social.

George y Main (1979) realizaron un estudio que probablemente sea el más citado en la literatura, por ser de los primeros en comparar la interacción social con iguales de niños con abuso físico y niños no maltratados, diez en cada grupo. El estudio se realizó con niños de dos años. Los resultados observacionales mostraron que los niños que sufrieron abuso físico manifestaban agresividad y evitación hacia sus iguales; cuando éstos le hacían un gesto amistoso, se debatían en un conflicto de aproximaciónevitación y si, por fin, respondían lo hacían de manera indirecta, acercándose por detrás o por un lado. Estos resultados se han venido registrando en estudios diversos con niños mayores en edad preescolar. Los niños maltratados muestran una incompetencia social en su interacción con iguales, que se manifiesta en conductas agresivas y/o retraimiento social.

Una variante del estudio del comportamiento social, es la que se refiere a registrar la actuación de los niños maltratados cuando un igual se muestra compungido o llorando. Los niños no maltratados dan muestras de consuelo o pena y tratan de reconfortarle mientras que los niños del grupo de abuso físico responden a su compañero con miedo, enfado o incluso golpeándole. Estos resultados fueron obtenidos por Main y George (1985) con niños de dos años. Sin embargo, los resultados se confirman, en términos generales con víctimas en edad preescolar, incluso cuando llevan ya un tiempo sin padecer abuso y se están relacionando con niños no maltratados. Las víctimas manifiestan más respuestas inapropiadas, por exceso (agresión) o por defecto (retraimiento), ante un compañero quejoso y apenado, que los otros preescolares (Klimes-Dougan y Kistner, 1990).

La meta evolutiva del establecimiento de relaciones sociales que proporcionan nuevas
experiencias y nuevos recursos para el niño en desarrollo se ve afectada por las experiencias de maltrato. El niño tiene dificultades para discriminar la conducta de los otros y actuar en reciprocidad y consonancia con ella.


LA EXPERIENCIA DE ABUSO FÍSICO, EMOCIONAL Y/O ABANDONO EN LA EDAD ESCOLAR

Entre las metas evolutivas del periodo comprendido entre los 6 y los 12 años, destaca una integración jerárquica de las redes sociales y de las diferentes figuras de apego y de la autonomía en sus diversos aspectos; el niño logra también en esta etapa evolutiva la capacidad de asumir responsabilidades, una conciencia de los procesos psicológicos internos y una internalización de lo que esta bien y lo que está mal. Estos logros se plasman en el funcionamiento emocional y cognitivo, las facetas comportamentales y las de la cognición social (Cicchetti, 1989).

El ajuste emocional y cognitivo

Los niños maltratados que sufren abuso físico y emocional se desarrollan en condiciones de vida familiar adversa, marcada por alto nivel de conflictividad y relaciones inestables y disfuncionales. Las conductas de los padres no sólo son aversivas sino que se administran de forma no contingente en relación al comportamiento del niño (p.e.: Cerezo, 1992; Reid, 1983).

La situación en la que viven las víctimas de abuso físico y emocional, puede considerarse que se corresponde con el modelo de desamparo aprendido de Abramson, Seligman y Teasdale (1978); el modelo establece que se desarrollarán síntomas depresivos cuando el sujeto perciba que un resultado positivo es muy improbable o uno negativo muy probable y él nada puede hacer para cambiar el resultado. Asimismo, a qué atribuya el niño los cuentos que le suceden afecta el desarrollo subsiguiente de síntomas depresivos (Seligman et al. 1984). Siguiendo esta lógica, Cerezo y Frias (1994) realizaron un estudio comparativo entre víctimas de abuso físico y emocional que llevaban sufriendo maltrato al menos dos años en el momento que fueron evaluadas y niños procedentes, equiparados socioeconómicamente, de la misma comunidad y cuya situación familiar no era problemática. La evaluación del grupo de víctimas formaba parte de la línea base que se realizó a la familia para proceder al tratamiento posterior. Se utilizaron los conocidos cuestionarios de depresión infantil de Kovacs (CDI; Children Depression Inventory) y de estilo atribucional en niños de Kaslow (CASQ o KASTAN; Children’s Attributional Style Questionnaire).

Los resultados, de acuerdo con las predicciones, indicaron que los niños del grupo de abuso presentaron un nivel significativamente superior de sintomatología depresiva, y un estilo atribucional más depresogénico. En las respuestas al CDI, las víctimas manifestaban un afecto negativo en relación al autoconcepto la salud/enfermedad, las preocupaciones por la muerte, las relaciones sociales y el disfrute de las cosas o experiencias. De una forma gráfica, Cerezo y Frias (1994) traducen los resultados utilizando la frase «yo siempre todo mal» que recoge las dimensiones de internalidad, estabilidad y globalidad de la atribución depresogénica. El niño promedio del grupo de abuso diría «¿Cosas malas?, yo siempre hago algo mal. ¿Cosas buenas? Los otros siempre hacen algo bien» mientras que sus compañeros dirían: «¿Cosas malas?, los otros algunas veces hacen algo mal. ¿Cosas buenas? yo siempre hago todo bien».

Los niños maltratados no se perciben a sí mismos con la seguridad habitual con que lo hacen los demás niños en esta etapa: una seguridad en sus capacidades y en la estabilidad de las mismas. En efecto, los niños en torno a los diez años suelen atribuirse todo lo bueno y consideran que los errores y fallos se deben a los demás o al azar. Este aspecto evolutivo ha sido denominado por Dweck y Elliot (1983) como «entity view», perspectiva de la entidad. Desde esta perspectiva, los niños que sufrían abuso también creían que sus habilidades eran internas y estables pero para las cosas negativas o malas que les sucedían, procurándose así un sentido a la adversidad de sus ambientes. Era frecuente que en las entrevistas verbalizaran «esto me pasa porque soy malo». Cerezo y Frias (1994) proponen denominar este aspecto del funcionamiento emocional y cognitivo de los niños maltratados como «perspectiva de la entidad negativa» («negative entity view»).

Los hallazgos de mayor presencia de sintomatología depresiva en escolares con problemas de abuso han sido señalados por otros autores (Fantuzzo, 1990 Gaensbauer, 1981; Kazdin, Moser, Colbus y Bell, 1985); así como estilos atribucionales depresogénicos en estos niños (Kauffman,1991).

Funcionamiento comportamental

La investigación sobre maltrato en edades escolares ha constatado, en reiteradas ocasiones, que los niños que padecen malos tratos manifiestan un funcionamiento comportamental problemático, o más concretamente: conductas de agresividad, verbal y física, hostilidad, oposición, robos, mentiras, absentismo, que se integrarían en la categoría de «problemas de conducta» o externalizantes. Aunque estos problemas sean los más frecuentes, la faceta internalizante e incluso combinación de ambas, también se han encontrado representadas en estos niños (p.e. de Paúl y Arruabarrena, en prensa).

Es interesante señalar la confluencia de estos hallazgos, provenientes del área del maltrato, con los obtenidos por los autores más relevantes del área de los problemas de conducta, una de las que cuenta con más tradición en la psicopatología infantil. En efecto, en ésta última la relación entre las pautas de socialización familiar y el desarrollo de problemas de conducta infantiles, está bien documentada (McCord, 1987; Patterson,1976; 1982; Wahler,1976; Wahler y Dumas, 1987). Por otra parte, desde la década de los 80 se viene insistiendo entre algunos estudiosos del maltrato, especialmente aquellos relacionados con el abuso, en que éste debe considerarse como el resultado de unas relaciones gravemente disfuncionales, y que éstas representan el extremo de un continuo de mayor a menor disfuncionalidad en la interacción paternofilial. (Ammerman, 1990; Belsky, 1980, 1993; Cerezo, 1992; Ciccheti y Rizley, 1981; Wolfe, 1987). Así pues, la integración de las contribuciones de un área y otra, muestran una importante confluencia. La Psicología evolutiva subraya, por su parte, que el desarrollo del niño se produce en una matriz relacional, una suerte de urdimbre socioafectiva cuyas primeras referencias son la familia, en particular la madre.

Considerado todo esto en su conjunto, cabe pensar que en el impacto del maltrato el núcleo de la cuestión está en la interrelaciones paterno-filiales desajustadas que promueven el desarrollo de alteraciones infantiles, al obstaculizar la consecución de metas evolutivas; a la base de estas interrelaciones se hallan las prácticas de socialización. Debe subrayarse que se habla de inter-acciones, por lo que los factores relacionados con el niño, como el temperamento, juegan un importante papel, para algunos autores cuasi-determinante (véase la polémica Lytton-Dodge-Wahler, 1990). Y aun hay que añadir que estas interrelaciones no están descontextualizadas, bien al contrario, el contexto extra-familiar y comunitario pueden potenciar o amortiguar estas disfunciones (p.e. Wahler, 1980).

Estudios observacionales

Gran parte de los conocimientos acumulados sobre la interacción familiar se deben a los trabajos que utilizan observación directa en el hogar, también llamada naturalista, por mostrarse la metodología más apropiada para apresar patrones de interacción y pautas comportamentales, a nivel microsocial. Estos estudios, han mostrado que los niños con problemas de abuso se caracterizan por elevadas tasas de conducta aversiva y conducta oposicional. Las madres abusivas, por su parte, son más aversivas, menos positivas y dan más instrucciones, cuando se comparan con díadas madre-hijo no problemáticas. (Ammerman, 1990; Cerezo y Frias, 1991; D’Ocon, 1994; Hanse, Conaway y Smith, 1990). Además estas conductas maternas negativas suelen darse a «destiempo», no guardan relación con lo que el niño hace o dice, por lo que desde el punto de vista infantil en una importante proporción son arbitrarias. (Burgess y Conger, 1978; Reid, 1983; Wahler y Dumas, 1986). Hay que señalar que en general, la conducta interactiva materna más frecuente es de carácter neutro, entre el 75 y el 80%, y por tanto, las dimensiones más distintivas en relación al perfil interaccional materno se centran en los comportamientos negativos, los positivos y los instruccionales, todos ellos de relativa baja frecuencia pero de gran relevancia clínica (Reid, Taplin y Loeber, 1981).

En nuestro país, hemos obtenido hallazgos semejantes, en la Unidad de Investigación «Agresión y Familia» (Cerezo,1990,1992; Cerezo y Frias, 1991; D’Ocon, 1994). En un estudio realizado sobre 25 familias abusivas, que fueron observadas en el hogar, los niños entre 4 y 13 años mostraron una tasa de conducta desviada de .34 respuestas por minuto, es decir una cada algo menos de tres minutos y una tasa de conducta prosocial de 5.50. Los datos representan los valores medios de las sesiones observacionales realizadas, entre 5 y 7 por familia, de una hora de duración. El sistema de codificación utilizado fue el SOC III (Cerezo, Keesler, Dunn y Wahler, 1986; Cerezo, 1991). La categoría de «conducta desviada» incluía los códigos de quejas y protestas, transgresiones de las normas, aproximación o atención social negativa, física o verbal, instrucción negativa, y desobediencia u oposición neutra o negativa. La categoría denominada «prosocial» incluía no sólo códigos positivos por contenido o valencia, sino también la aproximación social neutra en la que el sujeto intercambia información, iniciando o respondiendo a la interacción, en definitiva estos códigos fueron: juego, trabajo o realización de tareas, aproximación social neutra o positiva, instrucción positiva, obediencia neutra y positiva. El registro continuo y secuencial del SOC III permite obtener las tasas por minuto (Cerezo,1991).

Los acreditados trabajos de Gerald Patterson y colaboradores en el Centro de Aprendizaje Social de Oregon, determinan una tasa de .45 respuestas desviadas como el nivel hallado en niños con graves problemas de conducta manifiesta. El promedio de nuestro grupo fue próximo a este valor y cerca del 30% de los niños del grupo de abuso lo sobrepasaron, con algún caso extremo registrando 1.14 respuestas aversivas por minuto.

Datos procedentes de un estudio de comparación con 15 familias realizado por Cerezo y D’Ocon (1995) indican que los niños que sufrían abuso obtenían tasas ligeramente inferiores en conducta prosocial (5.50 vs. 5.77) y significativamente superiores en conducta desviada (.34 vs. .15 ). Las madres del grupo de abuso, por su parte, mostraron que el 4.6% de la conducta dirigida al niño fue codificada como negativa o aversiva, el 2.9%; como positiva, las instrucciones representaban el 18% y la conducta neutra de aproximación social el 74.5%. Atendiendo los resultados de estudios con grupos de madres de comparación, no abusivas, se observa que las madres abusivas dan más órdenes, son más aversivas y menos positivas, y muestran menos interacción neutra con sus hijos (Cerezo y D’Ocon, 1995). Ahora bien, aun siendo de interés este perfil, desde la perspectiva interaccional la variable relativa al «timing», es decir, el acompasamiento o sincronía en la interacción se revela como más importante que éstos valores absolutos manifestados por los interactores; dicha variable viene representada en nuestros estudios, por la proporción de conducta materna indiscriminada. Las madres abusivas actúan de forma significativamente más indiscriminada que las no abusivas ante la conducta prosocial de sus hijos: .27 vs. .17, en términos de proporción de respuesta indiscriminada (Cerezo y D’Ocon, 1995).

Informes de los padres

Cuando la fuente de información de la conducta del niño son los padres, la investigación también muestra que los niños maltratados muestran un nivel de comportamiento problemático elevado (Aragona y Eyberg, 1981; Mash, Johnston y Kovitz, 1983; Wolfe y Mosk, 1983). Los resultados, utilizando escalas de problemas como la de Achenbach y Edelbrock (1983; CBCL, Child Behavior Checklist), indican que los niños maltratados son calificados como problemáticos.

Nuestros estudios, muestran que los 25 niños que sufrían abuso físico y emocional, como grupo obtuvieron una puntuación total en la escala de problemas del CBC de 64.6 (T=70), frente a la de 34.8 obtenida en grupos españoles de niños no clínicos, en los estudios de validación que desarrolla Victoria del Barrio en la UNED, que los sitúa en rango clínico (del Barrio, Cerezo y Cantero, 1994). El valor medio es algo superior al de una amplia muestra clínica de varones de 6 a 11 años, de nuestro país donde se obtuvo 57.6 puntos (del Barrio y Cerezo, 1990). En la misma línea, Aber, Allen, Carlson y Cicchetti (1989) obtuvieron en un grupo de 13 niños maltratados, varones entre 6 y 8 años, una puntuación total en el CBC de 56.8, próxima al valor de 58.9 del grupo clínico utilizado por Achenbach y Edelbrock para el estudio normativo de la escala y significativamente superior al 21.7 de su grupo no clínico.

El tema de la mayor presencia de problemas entre los niños maltratados cuando la fuente son los usuales informes de terceros cumplimentados, en este caso, por los padres, ha sido debatido por la cuestión repetidamente señalada del sesgo perceptivo de los padres abusivos (Azar, Robinson, Hekimian y Twentyman, 1984; Milner, 1993). Aunque la tendencia general es a considerar que el sesgo es de sobre-estimación, quizá habría que distinguir una variable mediadora según el estilo parental. Cuando los padres son excesivamente laxos y desvinculados del niño, nuestra experiencia nos indica que «no ven nada» y conductas obvias y constatadas como robos repetidos, absentismo, etc. son respondidos en los items correspondientes del CBC como que no se dan. Este desvinculamiento se detecta en la interacción familiar caracterizada por los niveles más reducidos del grupo y además los niños presentan niveles muy bajos de conducta desviada, acercándose a los valores de niños normales, si no fuera porque la conducta prosocial también es muy reducida. Otras variables predictoras que hemos constatado que afectan al informe de la madre, a través del CBC, son la valencia y el número de sus contactos extrafamiliares, y la propia conducta aversiva que dirija al niño (Cerezo y Pons, en prensa). Es sin duda un tema que precisa ser estudiado con detalle en el futuro.

Los problemas de conducta: ¿consecuencia o causa de abuso?

Cuando se aborda el funcionamiento conductual de los menores con problemas de abuso y se constatan las pautas que les diferencian de los niños sin estos problemas, una de las dificultades más graves descansa en la interpretación de los hallazgos. Dicho de forma concisa: estos aspectos diferenciales, ¿son consecuencias o son causas? Los estudios transversales indican que los niños son agresivos, hostiles y desobedientes: ¿esto es consecuencia de la crianza a la que son sometidos por sus padres o éstos padres recurren a estrategias punitivas y abusivas porque los niños son incontrolables? Los estudios longitudinales parecen apuntar que se trata de consecuencias, sin embargo, es difícil imaginar que el desarrollo de estos problemas no tenga algún papel en el mantenimiento de los ciclos coercitivos (Younghlade y Belsky, 1990).

Los análisis secuenciales de la interacción a nivel microsocial también ayudan a encontrar una respuesta a la direccionalidad de las asociaciones observadas entre la conducta agresiva de los niños y la de los padres. En un reciente trabajo en nuestro grupo, D’Ocon (1994) estudió, mediante estrategias de análisis secuenciales (Bakeman y Quera, 1995) dos importantes patrones interactivos madre-hijo en casos de abuso físico y/o emocional: el de «compliance» o ceder de la madre a la oposición del niño, basado directamente en la teoría de la coerción de Patterson y el de predictibilidad o consecución del niño de reducir la indiscriminación materna propuesto por Wahler. Uno de los propósitos del estudio era verificar en qué medida estos patrones se producían de forma semejante a los hallados por Wahler, Williams y Cerezo (1990) siguiendo la misma metodología secuencial, con 25 díadas madre-hijo estadounidenses que habían sido referidas a tratamiento por graves problemas de conducta infantiles.

Los análisis de más de 178 horas de observación realizadas, mediante el SOCIII (Cerezo et al. 1986; Cerezo, 1991) en el grupo abusivo, mostraron que los dos tipos de episodios parecen trabajar en tandem. Es decir, dado que en la corriente de interacción se produce que la madre no hace valer sus demandas y cede, ante la conducta oposicional del niño, la probabilidad de que en los eventos siguientes se «desentienda» de éste y actúe de forma más indiscriminada se incrementa significativamente. Esto propicia, a su vez, subsiguientes incrementos de la conducta aversiva del niño por reducir esa indiscriminación materna, precipitándose así, situaciones de grave conflicto.

Un análisis que aporta también resultados de interés consiste en comparar la conducta indiscriminada de tres grupos de madres: madres sin problemas de relación con sus niños, madres maltratadoras cuyos niños muestran en el hogar tasas de conducta desviada bajas y semejantes a las de los niños no clínicos, y madres maltratadoras cuyos niños manifiestan altas tasas de conducta aversiva y oposicional. Cerezo y D’Ocon (1995) han realizado un estudio en esta línea. El diseño permitía controlar el problema de la mayor frecuencia de conducta oposicional y aversiva del niño que podría explicar un comportamiento materno más arbitrario y negativo. En efecto, los niños maltratados con baja tasa de conducta desviada en casa ofrecían las mismas oportunidades de «problemas» a sus madres que los niños no maltratados. ¿Era el comportamiento materno semejante también, al de las madres no maltratantes? Los resultados, de acuerdo con las predicciones, indicaron que no. Las madres de los dos grupos de abuso eran semejantes entre sí y diferentes de las otras madres: su conducta indiscriminada dado que el niño se comportaba de forma adecuada o prosocial fue significativamente superior. Y tras conducta desviada infantil los tres grupos de madres mostraron un nivel reducido y semejante de conducta indiscriminada. Conviene subrayar que los niños maltratados con baja tasa de conducta desviada en el hogar eran niños con graves problemas de conducta encubierta, que se producían fuera del hogar: robos importantes, absentismo, mentiras, etc.. Las autoras argumentan que estos niños, que viven en ambientes familiares tan adversos e indiscriminados, y con niveles de interacción muy reducidos, pueden buscar la controlabilidad de su ambiente fuera del hogar. Los resultados de este trabajo han recibido apoyo en un estudio reciente con un mayor número de sujetos (Cerezo y D’Ocon, en prensa).

En definitiva, la cuestión inicialmente planteada no tiene una respuesta fácil o mucho menos concluyente, debido al carácter interaccional y evolutivo de la relación paterno-filial. Desde la perspectiva de la paternidad, cuando las prácticas de socialización son inadecuadas por una disciplina abusiva, verbal y física, o por un abandono físico o emocional, al niño no se le proporciona la seguridad emocional y afectiva que precisa para ir dando cumplimiento satisfactorio a sus tareas evolutivas. Desde la perspectiva dinámica del niño, éste tratará de adaptarse por sobrevivir psicológicamente en la matriz relacional en la que se encuentra. Y en la faceta conductual, según su temperamento y su género, entre otros factores, se le presentan dos vías: la lucha o la retirada, lo que denominamos, de otro modo, problemas externalizantes y problemas internalizantes (el «fight or flight»). Este niño con los problemas que desarrolla sigue conviviendo en el mismo ambiente, por lo que su comportamiento constituye un factor de estrés familiar y puede contribuir al mantenimiento de su propia victimización.

Conducta con iguales y cognición social

Para un niño en edad escolar, manejarse apropiadamente dentro del sistema social de sus iguales, representa una de las tareas más importantes que favorece su adaptación y aprendizaje a otras situaciones y tareas posteriores. Sin embargo, la violencia familiar que implica el abuso y la falta de vinculación e interrelación del abandono proporcionan al niño escolar un contexto adverso para el desarrollo de su comprensión de las situaciones interpersonales y de su conducta social. En efecto, las relaciones sociales de estos niños con sus compañeros reflejan su escasa comprensión de las mismas y su conducta maladaptativa y socialmente incompetente. Salzinger, Feldman, Hammer y Rosario (1993) compararon la conducta social y el status entre sus compañeros de 87 niños, entre 8 y 12 años, que sufrían abuso físico con la de otros tantos equiparados que no padecían este problema. De acuerdo con las predicciones los niños maltratados obtuvieron un status social más bajo. En cuanto a los resultados derivados del estudio del status sociométrico, se mostró que los niños maltratados cuando señalaban a los que consideraban los compañeros que más les gustaban o incluso a sus mejores amigos, no eran correspondidos por éstos que bien al contrario les elegían negativamente, es decir, les situaban entre los compañeros con los que menos les gustaría estar. Esta baja reciprocidad, pone de manifiesto la escasa capacidad de éstos niños de percibir sintonía en una relación, ya que entre los controles no se dio ningún caso que recibiera elecciones negativas de compañeros elegidos positivamente.

Ahora bien, el bajo status sociométrico de los niños abusados estaba fuertemente asociado con la conducta social que percibían los compañeros. En efecto, éstos les calificaban como significativamente menos amigables, más antisociales y peleones, con comportamientos problemáticos para llamar la atención, etc.., en consonancia con esta percepción los niños del grupo de abuso no gustaban para amigos.

Estos resultados y los procedentes de otros estudios coinciden en indicar que los niños maltratados manifiestan dificultades y distorsiones en la percepción de la conducta y las intenciones y sentimientos de los demás. Por ejemplo, se muestran significativamente menos empáticos (Straker y Jacobson, 1981), o tienen dificultades para etiquetar sentimientos y comprender roles sociales complejos (Beharal, Waterman y Martin, 1981). Estos déficits se encuentran asociados a comportamientos agresivos que en el ámbito de la interacción con iguales propicia el rechazo, tal como revelan los resultados de Salzinger et al. (1993). Si seguimos este hilo conductor, es sabido que el rechazo y el status social negativo afecta el ajuste de los niños, y constituye un predictor importante del abandono de la escuela y la delincuencia (p.e. Bierman, 1987).

Los aspectos de cognición social infantil, particularmente con niños agresivos, han recibido una amplia atención per se desde enfoques del procesamiento de la información social, con modelos que proporcionan una base para el análisis y evaluación de los déficits socio-cognitivos y comportamentales. Los estadios generalmente señalados son los de codificación y representación de los indicios de la interacción social, la búsqueda de respuestas y toma de decisión y la actuación comportamental (p.e. Dodge, Pettit, McClaskey y Brown, 1986). Aun cuando no se cuente todavía con datos específicos suficientes, es verosímil suponer que una interacción social primaria deficiente, aversiva y marcada por la asincronía (característica de los grupos de maltrato) afecta el desarrollo infantil de aspectos cognitivos relativos al procesamiento de los indicios y claves de la interacción social; recursos, éstos, que le son instrumentales para su apropiado desempeño en otros dominios sociales.


LA EXPERIENCIA DE ABUSO SEXUAL EN LA PRIMERA INFANCIA Y EN LA EDAD ESCOLAR

Los estudios sobre abuso sexual han centrado su atención, básicamente, en comparar víctimas y no víctimas, en una serie de problemas específicos. En este sentido, los resultados no indican cual pueda ser el efecto de este tipo de abuso desde una perspectiva evolutiva, por lo que aquí se ha optado por darle un tratamiento en cierto modo independiente. La investigación sobre impacto de abuso físico y emocional y abandono lleva algunos años de ventaja y se halla más desarrollada, mientras que los estudios sobre el abuso sexual y su impacto han atravesado las fases iniciales. Primero, se ha accedido al problema con un buen número de estudios retrospectivos, que llevan asociados ciertos problemas metodológicos; en segundo lugar, la inclusión de grupos de comparación se ha comenzado a generalizar en los 80 y finalmente, los estudios suelen incluir rangos extremadamente amplios de edad, lo que puede ser debido a su interés por estudiar la presencia de síntomas o problemas específicos.

Un panorama amplio sobre los efectos del abuso sexual lo ofrecen Kendall, Tackett, Williams y Finkelhor (1993) que realizaron una excelente revisión del tema a partir de un total de 48 trabajos cuantitativos y exclusivamente focalizados sobre las víctimas. Estos trabajos recogían información sobre más de 5.000 sujetos, entre grupos de abuso sexual y grupos de comparación; el trabajo pues recoge una muestra importante de la bibliografía aparecida entre 1985-1990, años en los que se produce una eclosión de publicaciones acerca del tema de abuso sexual (Cantero y D’Ocon, 1994).

En los niños de edad preescolar, los síntomas más frecuentemente informados fueron: ansiedad, pesadillas, problemas internalizantes y externalizantes, conducta sexualizada, y el conjunto de síntomas que integran la categoría diagnóstica de alteración de estrés posttraumático (PTSD). Más específicamente, el 61% de 149 niños, procedentes de tres estudios presentaban ansiedad; PTSL y pesadillas el 55% de 183 niños de tres estudios, los problemas internalizantes y externalizantes los presentaron el 48 y 38% respectivamente de un total de 69 niños procedentes de un trabajo, y, por último, la conducta sexualizada o conducta sexual inapropiada el 35% de 334 niños, procedentes de 6 estudios.

En la edad escolar, los síntomas más frecuentes fueron miedo, agresión y conducta antisocial, pesadillas, problemas escolares, inmadurez y conducta regresiva. La proporción de niños con presencia de tales síntomas osciló entre un tercio (los problemas escolares) y la mitad (las pesadillas), procedentes de los estudios que ofrecieron datos sobre estas edades y estos aspectos (Kendall-Tackett, et al. 1993). La revisión de los autores de referencia permitió calcular el tamaño del efecto para siete síntomas, a partir de un subconjunto de trabajos que ofrecían la información necesaria para ello. De este modo, se pudo obtener el valor de eta que indica, como la r de Pearson, la relación entre el status de abuso sexual y la manifestación de un síntoma dado y la varianza explicada por este status. Los tamaños del efecto (etas) mayores se obtuvieron en las conductas sexualizadas y las conductas agresivas, así como en los problemas externalizantes, tal como vienen agrupados en la Escala de Achenbach. El 43% de la varianza de las dos primeras conductas y el 32% del agrupamiento fueron explicadas solamente por el status de abuso sexual. La varianza explicada en las conductas internalizantes, depresión y retraimiento osciló entre un 35 y un 38%. Los valores para estos síntomas se obtuvieron de un número medio de 5 estudios. En el séptimo síntoma: la ansiedad, el tamaño del efecto se cálculo con tres trabajos y el valor de la varianza explicada correspondiente fue de un 15%, más reducido en comparación con los anteriores pero aun importante. Los datos parecen indicar que ser víctima de abuso sexual se relaciona de forma significativa con un síntoma más específico de este tipo de abuso como es la conducta sexualizada, pero también con síntomas más generales como depresión, agresión y retraimiento.

Estos síntomas son indicadores del impacto de la experiencia de abuso sexual. Obviamente, variables como la frecuencia del abuso, el uso de la fuerza, quien sea el abusador y la edad del niño modulan los efectos del abuso. De hecho, en el estudio de revisión de Kendall-Tackett, et al. (1993), de diez trabajos que estudiaron el efecto de la variable edad del niño, siete encontraron diferencias significativas, y cinco coinciden en señalar que los niños mayores presentaron más síntomas que los pequeños. Una faceta de gran interés es la de estudiar el impacto en términos de la consecución de tareas evolutivas que queda obstaculizada.


APROXIMACIONES TEÓRICAS EXPLICATIVAS

Los niños maltratados cuando son considerados como grupo presentan en su actividad psicológica un funcionamiento mermado, en las diversas dimensiones o áreas de funcionamiento que han sido estudiadas, a través de edades, de grupos y de los diferentes objetivos y metodologías utilizadas. Esto es una afirmación absolutamente general que puede extraerse de la revisión de la literatura empírica. Sin embargo, dicho esto, ha de plantearse una cuestión mucho más fundamental ¿por qué mecanismos o procesos el abuso y/o el abandono dañan psicológicamente al niño? Plantear los por qués y apuntar explicaciones, permite avanzar en la predicción de los fenómenos y en su intervención.

A lo largo de las páginas precedentes, se ha venido insistiendo que el maltrato es el resultado de relaciones paterno-filiales disfuncionales, que se hallan contextualizadas en un ambiente. Por consiguiente, la cuestión en toda su extensión debe ser: ¿en virtud de qué procesos las relaciones disfuncionales, sobre las que se apoya el resultado de maltrato (abuso y abandono), impactan psicológicamente a los niños que las sufren, propiciando su fracaso en el cumplimiento adecuado de sus metas evolutivas?

Dos vertientes teóricas principales son relevantes para dar respuesta a nuestra cuestión: la teoría del apego (Ainsworth y Wittig, 1969; Bowlby, 1969) y la teoría de la coerción (Patterson, 1982) derivada del aprendizaje social.

Según la teoría del apego, el niño mediante conductas básicas de supervivencia reclama la proximidad y el contacto con el ser humano del que depende y a partir de sus experiencias de interacción desarrolla un vínculo socio-afectivo o apego y modelos de funcionamiento interno («internal working models») acerca de sí mismo, del otro y de las relaciones. Cuando la madre no es accesible, es insensible a sus demandas, le rechaza o le hace daño físico, el niño desarrolla un apego inseguro con efectos conductuales: menor exploración del ambiente social e inanimado, y cognitivo-emocionales: desarrollo de modelos de funcionamiento interno que afectan a su percepción de los demás como no accesibles y de sí mismo como incapaz de lograr el contacto y la reciprocidad y no ser merecedor de atenciones. Por lo tanto, los efectos se desarrollarán posteriormente en incompetencia social para las relaciones interpersonales del niño y su dificultad para establecer vínculos apropiados. En definitiva, el proceso central del impacto desde la teoría del apego se situaría básicamente en el nivel cognitivo: el modelo de funcionamiento interno que desarrolla el niño a partir de sus adversas experiencias tempranas con la fuente de alimento y afecto que le permiten la supervivencia afectará a su conducta y su percepción de sí mismo y de los demás, lo que promueve relaciones adversas y sentimientos de poca auto-estima e inseguridad a lo largo de su vida.

La teoría de la coerción de Pattterson (1976, 1982, Patterson, Dishion y Bank, 1986), desde la teoría del Aprendizaje Social, se focaliza en las pautas de socialización inadecuadas desarrolladas por padres que tienen dificultades graves para manejar los problemas de crianza. Las conductas paternas altamente aversivas y punitivas se van entrenando en el contexto de la interacción y de estos conflictos cotidianos de crianza. Los padres no saben o no pueden hacer valer sus demandas sobre el niño de un modo adecuado y educativo, de manera que en su proceder errático, ceden cuando el niño se niega de una forma suficientemente fuerte y aversiva. La conducta agresiva y oposicional infantil es funcional en lograr escapar de la demanda materna que le resulta aversiva y el actuar de la madre cediendo también es funcional en escapar de la situación negativa que plantea el niño. Estos son resultados a corto plazo ya que tales procedimientos de refuerzo negativo incrementan las probabilidades en el tiempo de sucesivos episodios de conflicto violento, que frecuentemente desembocan en ataques físicos y verbales. La consecuencias en el niño se reflejarán en comportamientos más agresivos, problemas de conducta, y escaso repertorio de conductas y habilidades prosociales que, al acceder al medio escolar, le colocan en posición de ser rechazado por los compañeros y no tener así tampoco muchas posibilidades de subsanar sus carencias. Así pues, desde la teoría de la coerción se subraya el papel de los mecanismos de refuerzo negativo que operan en la interacción cotidiana parento-filial, desde una perspectiva de análisis microsocial donde los eventos interaccionales se suceden a gran velocidad, en cuestión de segundos, como procesos automatizados y rutinas consolidadas.

Una y otra aproximación, provenientes de lugares teóricos separados representan, en mi opinión, dos vertientes por las que acceder a la misma cumbre. Las dos aproximaciones convergen en que el niño es afectado por experiencias interaccionales en la matriz relacional. Interacciones que vienen marcadas por una relación que es naturalmente asimétrica y de dependencia entre un niño que se tiene que criar y un adulto que afronta esta tarea mediante las prácticas de socialización. Ambas coinciden también en que si las interacciones son adecuadas los niños desarrollarán una adecuada competencia social que les procurará buenas relaciones con los demás y ulteriores apoyos a su desarrollo.

Estas contribuciones hallan una buena aplicación al problema del maltrato en tanto que éste constituye el extremo manifiesto de prácticas parentales perjudiciales y dañinas para el niño que lejos de promover su desarrollo lo dificultan. Cuando las experiencias interaccionales son negativas los niños resultarán afectados en el desarrollo de su competencia social. Ahora bien, la teoría del apego lo explica en función de la representación cognitivo-afectiva que hace el niño de estas experiencias tempranas y que involucran auto-percepciones y percepciones de los demás, mientras que la teoría de la coerción subraya en el veloz torrente de la interacción el papel de las conductas aversivas y los mecanismos de escape que se desarrollan casi imperceptiblemente.

Las diferencias son más de énfasis, de sensibilidades teóricas y de metodología que de aspectos esenciales acerca de la explicación del fenómeno. De hecho si atendemos el modelo de la teoría cognitivo-social de Bandura (1986), este señala que la triada «conducta, ambiente y cogniciones» se determinan recíprocamente. De otra manera, por partes: a) la conducta cambia condiciones del entorno y esto, a su vez cambia la conducta b) lo que el individuo crea y sienta afecta sus actos y viceversa, c) el ambiente o entorno modela, instruye y en definitiva afecta las cogniciones, sentimientos etc. del individuo y estas a su vez ejercen su influencia sobre el ambiente. Con frecuencia, los acercamientos teóricos, se han focalizado en parcelas a las que han adecuado su metodología, pero en una visión de conjunto para el tema que nos ocupa, parece asequible una perspectiva de cierta complementariedad que pueda guiar el trabajo práctico.

Una contribución de especial relevancia por lo que de tiene de comprehensiva respecto a las dos anteriores es la desarrollada por Robert Wahler (1994). Este investigador, a partir del análisis de un conjunto de resultados y hallazgos de los últimos años en diversas áreas ha propuesto lo que denomina «la hipótesis de la continuidad social» en el desarrollo de las interacciones coercitivas paterno-filiales.

Los niños tienen una «necesidad» básica de interacciones sociales sincrónicas o predecibles y aprenden a lograrlas a través de variadas conductas. Según sean la conducta de los padres y el temperamento infantil, unos niños aprenden a generar sincronía a través de transacciones cooperativas y otros lo hacen a través de comportamientos coercitivos y disruptivos. Las dos estrategias cumplen la misma función a corto plazo pero a largo plazo difieren en la estabilidad del resultado. La coerción solo logra breves periodos de sincronía o relaciones predecibles aunque aversivas.

Las interacciones cooperativas parento-filiales, como un flujo predecible y positivo son un pre-requisito para que se produzcan en el niño experiencias de aprendizaje importantes en su contexto familiar y que son relevantes para su subsecuente adaptación social a otros medios. La continuidad en las interacciones del niño con sus padres depende de cosas específicas que éstos hacen pero también de un contexto social más general creado por la distribución temporal y la relevancia de esas cosas. La aplicación al caso del maltrato nos sugiere que los padres no sincronizan adecuadamente sus reacciones al niño, cuando las pautas de socialización que adoptan son erráticas e inconsistentes, y este niño carece así de puntos de anclaje externos por los cuales pueda aprender intercambios sociales coordinados. El niño satisface la necesidad de sincronía a través de conductas aversivas que tienen un claro poder para generar reacciones sociales predecibles (Wahler y Dumas, 1980; Wahler, Williams y Cerezo, 1990). Aunque estas interacciones sean aversivas generan una sincronía y un estado provisional de continuidad social por lo que el problema queda «resuelto» a corto plazo.

En otros términos, la conducta aversiva que desarrollan estos niños es instrumental en lograr recuperar la continuidad social por breves periodos, escapando así de la incertidumbre o contexto impredecible en que le sitúan las practicas de socialización indiscriminadas que caracterizan a los padres abusivos.

El resultado final del proceso descrito es un patrón coercitivo, tal como señala Patterson, en el que los padres y el niño se ven envueltos en continuos conflictos que en el niño generan sentimientos de desconfianza. El niño queda así sin guías ni recursos para su transición de las relaciones con la familia a las relaciones con los compañeros, y con una estrategia consolidada de comportamientos coercitivos que le reportan consecuencias inmediatas.

Es importante destacar que la hipótesis de la continuidad social considera «el contexto interpersonal, como una historia continua más que como un fragmento del pasado (p.e. como la relación de apego madre-hijo). A medida que la vida del pequeño continúa su historia puede quedar sin cambios (asincrónica) o puede alterarse por circunstancias vitales imprevistas o por intervenciones planeadas dentro de la familia o del grupo de compañeros.» (op. cit. pp. 152-153).

Así pues, la contribución de la hipótesis de la continuidad social comprende aspectos de la teoría del apego, en cuanto a la sensibilidad de los padres a las demandas del niño y su disponibilidad para establecer una relación sincrónica y predecible para el niño y aspectos de la teoría de la coerción sobre el mantenimiento de las conductas coercitivas en el fluir de la interacción.

En el maltrato en tanto que extrema manifestación, episódica (abuso) o cronificada (abandono), de pautas de socialización inadecuadas y por tanto insensibles a las necesidades del niño, la continuidad social en la relación está gravemente afectada. Cabe sugerir, desde esta perspectiva que los problemas detectados en las víctimas sean, al menos en parte, manifestaciones de sus modos de resolver la continuidad social en los distintos momentos evolutivos a través de las distintas facetas de funcionamiento que se estudian.

CONCLUSIONES

De la revisión realizada se desprenden algunas conclusiones que pueden ser puntualizadas como sigue:

Primero, no todos los niños maltratados desarrollan problemas.

Los estudios coinciden en señalar que los niños maltratados presentan un funcionamiento psicológico mermado, cuando los resultados se consideran en términos de grupo. Analizados los datos de forma más individual, hay niños, una minoría, que sufriendo abuso muestran apego seguro con sus madres, o son aceptados e incluso populares entre sus compañeros. Por ejemplo, en el estudio de Salzinger et al. (1993) el 12% de los niños del grupo de abuso fueron calificados como populares. En los estudios longitudinales también se registran casos de niños que no desarrollan algunos de los síntomas o incluso ninguno.

Esto puede explicarse de distintos modos: puede ser porque los instrumentos no son suficientemente sensibles, o porque los problemas emergerán más tardíamente o porque el niño es resistente y es capaz de cumplir sus tareas evolutivas satisfactoriamente, aun en condiciones sumamente adversas, o porque el abuso por sus características produjo menos daño. En el abuso sexual una lectura cuidadosa de los resultados muestra que hay también en torno a un 30% de casos asintomáticos (Kendall-Tackett, et al. 1993).

Segundo, no todos los niños desarrollan los mismos problemas, no hay un patrón ni cognitivo ni conductual característico o típico de niño maltratado.

En el caso del abuso sexual la conducta sintomática más estudiada, la conducta sexualizada, se manifestaba en un 28% de un total de trece estudios que involucraban a más de mil sujetos, clínicos y de comparación; el porcentaje ascendía si se consideraban sólo a los niños en edad preescolar al 35%. Cuando se pudo establecer el tamaño del efecto, la proporción explicada por este síntoma fue semejante a la de otro síntoma importante, la conducta agresiva: 43% (Kendall-Tackett, et al. 1993).

Tercero, no hay un patrón diferencial de síntomas o problemas, ni cuantitativo ni cualitativo que distinga niños maltratados de la población de niños clínicos.

Esto puede ser debido a que en esa población de niños clínicos no puede descartarse que haya casos de maltrato. Sin embargo, a pesar de esta posibilidad las semejanzas suelen ser muy altas. Por ejemplo, en un trabajo reciente la comparación entre niños referidos por graves problemas de conducta en EE.UU. y niños referidos por maltrato en nuestro país, mostró que los grupos obtenían tasas semejantes de conducta desviada en el hogar y tasas prácticamente idénticas de conducta prosocial. Ambos grupos diferían significativamente de grupos de niños no clínicos de ambos países. (Cerezo, Wahler y Skinner, 1993).

El estudio del impacto psicológico del maltrato ha comenzado a desarrollarse en los últimos años, el punto alcanzado permite ya abrir vías importantes de trabajo que despejen incógnitas fundamentales, algunas de ellas serían las siguientes:

¿Cuál es el curso de la sintomatología? Los síntomas pueden remitir, agravarse o persistir en función del tipo de síntoma, del género de la víctima y de la edad. En efecto, desde la perspectiva evolutiva, puede producirse una trayectoria de cambio en la sintomatología, por ejemplo, la interpretación cognitiva del abuso que haga la víctima puede afectar el curso de la sintomatología. Asimismo, dado que las estructuras tempranas se incorporan en otras posteriores, alteraciones en aquéllas pueden aparecer más tarde en éstas.

En estrecha relación con ésto, destaca el importante tema de la detección de los factores inmunizadores o, en su caso, amortiguadores de los efectos, atendiendo al nivel evolutivo y el contexto familiar y extrafamiliar del mundo relacional del niño. Es preciso que los estudios comiencen a considerar como factores la aparición del maltrato y su frecuencia, para cada modalidad o agrupación de modalidades. El maltrato puede ser temprano o tardío, es decir iniciarse en los primeros años de vida o posteriormente en la edad escolar o incluso en la adolescencia. El estudio longitudinal de Minnesota ha aportado resultados tentativos con un pequeño número de casos de niños que fueron maltratados sólo en el primer año de vida, niños con los que se inició el abuso cuando eran preescolares, y niños de los que se abusó a lo largo de los seis años; los resultados sugerían que cuanto más temprano era el abuso más graves y persistentes fueron las consecuencias, incluso en el grupo que al parecer había cesado el maltrato. Sin embargo, también hay que considerar en términos de frecuencia si se trata de un maltrato episódico o de un maltrato persistente. La combinación de estos factores da lugar a cuatro categorías: temprano, episódico o persistente, y tardío, episódico o persistente, cuyo rol en la aparición y curso de la sintomatología está aún por determinar.

Avanzar en el conocimiento de las secuelas y efectos que produce en el funcionamiento psicológico de un niño la experiencia de ser maltratado, es una tarea urgente para los investigadores. Importante es conocer el fenómeno del maltrato para prevenir su ocurrencia, pero los niños afectados están ya ahí y reclaman que se les ayude a superar sus problemas del modo más eficaz y menos intrusivo posible.



 
Mª ANGELES CEREZO
Universitat de València

 
Agradecimientos: Parte de la investigación de la que se informa en este trabajo ha sido financiada dentro del Proyecto PS91-0132, DGICYT, Ministerio de Educación y Ciencia. La autora agradece a la coordinación de este monográfico la invitación para contribuir al mismo.

Correspondencia con autora: Departamento de Psicología Básica. Avda. Blasco Ibáñez, 21. 46010 Valencia.
© 1995 by Aprendizaje, ISSN 0210-3702 Infancia y Aprendizaje, 1995, 71, 135-157