domingo, 6 de noviembre de 2011

LO QUE MAL EMPIEZA, ACABA TODAVÍA PEOR

Mis padres se conocieron allá por el año 1957, cuando mi madre tenía 13 años y mi padre 14. En aquella época, los noviazgos solían empezar en esta etapa de la adolescencia y prolongarse durante muchos años.

Mi madre con esa edad ya no iba al colegio, pero no porque ella no quisiera estudiar, sino porque su madrastra la sacó del colegio cuando tenía 9 años y la puso a limpiar escaleras para que aportara dinero a la economía familiar. Su madre, mi abuela, había muerto siendo mi madre muy pequeña y mi abuelo se volvió a casar, así que tanto ella como su hermana C., tres años menor, fueron condenadas al analfabetismo y explotadas desde su infancia por una mujer sin escrúpulos. Lo que en la actualidad sería denunciable ante la autoridad competente e incluso penado por la ley, en la España de la postguerra era una práctica frecuente y se veía como algo natural sacar a los niños del colegio tempranamente y ponerlos a trabajar para ayudar a sostener la economía familiar.

Mi padre, cuando conoció a mi madre tampoco iba ya al colegio, pero por motivos bien diferentes. Al contrario que mi familia materna, mi familia paterna estaba económicamente más holgada y se podía permitir darle una educación a sus tres hijos, mi padre y sus dos hermanos A. y J. Pero a mi padre nunca le gustó estudiar, en realidad nunca le gustó hacer nada de provecho, así que dejó el colegio y se puso a trabajar como dependiente en una tienda, desaprovechando así la oportunidad de prepararse para ser alguien en la vida. Por aquellos años ya empezaba a fumar y a beber alcohol. Era celoso y muy dominante.

Intento entender qué pudo ver mi madre en él para enamorarse y mantener una relación de tantos años. Supongo que su propia situación familiar la empujaba a buscar a alguien que le diese un poco de cariño a cualquier precio, aún a cambio de ser totalmente dominada y anulada por la otra persona. Creo que ella siempre mantuvo la esperanza de que él cambiara su manera de ser algún día, pero las personas así difícilmente cambian alguna vez. Desde que comenzó el noviazgo, él se hizo dueño de su vida prohibiéndole salir sola a la calle, hablar con otras personas, tener amistades. Le imponía la forma en que tenía que vestirse, prohibiéndole ponerse ropa con tirantas, o con escote grande, o por encima de la rodilla. Si lo contrariaba en algo, él montaba en cólera, así que ella hacía todo lo que él decía para que no se enfadara. Si desde el primer momento, desde la primera prohibición absurda, ella hubiese sido firme en decirle "no" y no dejarse dominar, seguramente las cosas hubiesen sido de otra manera. Pero desde el momento en que agachó la cabeza y dijo "sí", "bueno", "vale", "lo que tu digas", se convirtió en su esclava para los restos.

Una relación así acaba entrando en un círculo vicioso. El ordenaba, ella obedecía para que él no se enfadase, él se crecía viendo que ella era fácil de dominar y ordenaba todavía más, ella se amendrentaba cada vez más, él seguía ordenando y prohibiendo, ella obedece por miedo a que se enfade... Y aquí tenemos ya el miedo. Miedo a que se enfade, miedo a que grite... Mi madre tenía miedo, aunque se empeñase en negarlo durante mucho tiempo como mecanismo de autodefensa, y más tarde, yo también acabé teniendo miedo...